lunes, 31 de octubre de 2011
Mi vida con los Santa Cruz, 3
Este paso de un quehacer a otro también se dio en Nicomedes,
aunque reconozcámoslo, en cada caso, siempre acompañado por una personal decisión: Hacerlo lo mejor posible.
Lo recuerdo mostrándonos en casa los planos de rejas, ventanas, escaleras, que habían quedado inconclusas, al reverso juveniles poesías que brotaban incontenibles, y él mismo como sorprendido ante el encanto del hecho creativo.
El joven herrero ya era forjador, y no sólo maestro, sino, el mejor;
recorrió todos los talleres de Lima conociendo maestros veteranos, a ver si alguno
guardaba algún secreto de la forja que él aún no conociera.
Creo que si lo hubiera encontrado se habría sabido.
"Un maestro forjador hace su propio martillo -me dijo- éste es el mío".
Era un martillo de bola, el más grande y pesado que yo haya visto jamás, lo observé de cerca, se notaba hecho, no era de fábrica; traté de levantarlo, no pude...
"Nadie puede" dijo sonriendo. A la luz de las llamas Nicomedes se veía imponente,
a mis 13 años ya podía yo darle a la fragua, el marcaba mi ritmo...
"no tan rápido que se quema ¿quién te apura?... no tan lento que se enfría".
El hierro negro se iba tornando rojo, rojo- naranja... si llega a ponerse blanco se quemará y estará perdido; un día dejó quemar el hierro para que yo lo vea, al pasar el punto,
el hierro sólo, sin que lo toque empezó a botar chispas azules.
Pero cuando estaba a punto, empezaba a forjar.
Otra vez usó los distintos lados del martillo mientras volteaba el fierro
y también uso varios lugares del yunque, todo sin parar, y todo sonaba como un pulso melodioso. Cuando luego comenté eso con la tía Concho ella me explicó de los martinetes,
y de las deblas, y del cante hondo y del "duende".
Nicomedes llegó a poner su propio taller, paralelamente empezaba su vida artística
en teatros y radios. Fue entonces cuando la arquitectura de los 50
empezó a manifestar su preferencia por las líneas rectas; cada vez menos rejas forjadas, empezaba el dominio del perfil, todo era fierro en platinas, ángulo y te.
El poeta no vaciló, un día de la noche a la mañana dejó el taller.
Ahora ya no había excusa, era poeta a tiempo completo.
Continuó cultivando el verso popular que ya le había brindado aplausos y un nombre conocido. Por mucho tiempo trató de ceñirse a la tradición.
Con el mismo empeño con que antes forjó cientos de flores y volutas
hurgó los rastros de la tradición, persiguiéndola hasta sus fuentes. Durante los sesenta
visitó varios pueblos en busca de decimistas viejos que pudieran improvisar,
o que conocieran más cosas sobre las décimas.
Un día al regreso de uno de esos viajes (creo que dijo a Zaña)
me comentó con una sonrisa cansada: ..."mira que llego a un pueblo, y me dicen que más allá vive un decimista viejo que sabe un montón de décimas,
bueno pues, pedí que me llevaran donde él;así que usted es decimista -le dije-,
el hombre estaba medio receloso
porque le habían dicho que uno de Lima había venido a verlo.
Se sintió retado y sin preguntar ni mi nombre me lanzó su mejor décima,
con voz desafiante dijo: "¡a ver, contésteme esta! :
¡Sátiras de negra loca, callejón de un solo caño... etc."
Como sabemos éstos eran unos de los versos que habían llevado a Nicomedes
a la popularidad;
ocurre que el anciano aficionado poseía uno de los pocos radios a transistores en aquella alejada campiña, aprendía décimas del radio y fungía de recitador,
lo que para sus vecinos ya era ser decimista.
Afortunadamente otras pesquisas fueron más productivas
y en los 80 Nicomedes vio publicada su antología "La Décima en el Perú", Lima: IEP, 1982, leyéndola resulta claro que en su desarrollo Nicomedes no solo saco a su décima de sus cauces criollos, él mismo dió el paso que lo llevó del ámbito del verso popular al de la investigación, proceso que a mi criterio logró asimilar sin mayor afectación; cuando partió de Lima en 1982 ya su biblio-discoteca ocupaba varias paredes de la casa.
Nicomedes terminando una reja de hierro forjado en su taller
Octavio…
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